Siente
cada hueso, cada músculo cuando se mueve con movimientos suaves, cadenciosos,
casi sensuales. Se encuentra en su elemento cuando como ahora está rodeada de
agua y más si es mar adentro. Coge aire tranquila y con cada respiración
corrige la postura, primero el tronco recto boca arriba, luego los brazos en
cruz y por fin separa las piernas dibujando con su cuerpo menudo un aspa.
Cerrar los ojos para que no los hiera el sol, abrirlos cuando alguna nube se
interpone e inspirar, expirar… es poder hacer esto lo que más le gusta del
verano.
Fue su padre quien la enseñó a disfrutarlo, tenía un hermano varón pero era a
ella a la que le gustaba la mar, la que él eligió para contarle los secretos de
marinero viejo, la manera de orientarse por los vientos y las olas, las formas
que construyen las estrellas para navegar en las noches despejadas.
Solían salir juntos siempre que podían sin alejarse mucho de la costa. En
verano, mientras su padre pescaba ella saltaba al agua, al enorme pozo oscuro
para avanzar con los movimientos que guardaba en su memoria de pez.
Él murió hace unos años y ella se quedó con su pequeña embarcación. Que era
rara le decían, que era sólo de hombres salir a la mar. Como si ese argumento
pudiera hacer que ella tuviera la más mínima duda. Hacía tiempo que no le
importaba mucho lo que pensaran los demás.
Una nube se para encima de su cabeza y juega a buscarle formas mientras el
viento flojo la mueve, parece un delfín, no, ahora la cumbre de un monte, no,
una flor gigante, un dragón, un pájaro… y la sensación de levedad, de dejarse
llevar, de que nada pesa se apodera de ella. A veces siente ganas de dejarse
caer hasta el fondo, de bajar ligera mirando de cerca a los habitantes de ese
mar profundo del que sólo tiene noticias por los relatos de su padre.
Siente frío y como si una sombra alargada y tenue pasara deprisa a su lado, oye
un fuerte ruido como un portazo y abre los ojos.
Entonces ve el techo blanco casi grisáceo con pequeñas manchas de moho que semejan
nubes cargadas. El agua está helada, le cuesta unos segundos reaccionar. Ve los
azulejos de flores pasados de moda del baño y en ese instante se da cuenta de
que está en su bañera.
Es agosto, casi toda la gente que la rodea está de vacaciones, pero ella aún
tendrá que esperar, es ahora cuando más gente hay en el pueblo y eso no lo
puede desaprovechar. Ahora recuerda, ha llegado muy cansada del trabajo, todo
el día de pie en la tienda sonriendo sin parar y ha preparado la bañera
con sales de lavanda, manzanilla y flores de té. Se habrá quedado
dormida, piensa. Y poco a poco intenta centrarse en los objetos cotidianos. Una
vela casi apagada languidece en una esquina dentro de un vaso de cristal. Algo
a flote en el agua quieta atrae su mirada. Es un pequeño barco de papel, está
escrito y las palabras chorrean agua azulada con olor a lavanda a manzanilla y
a té. Concentra sus pupilas en la cuartilla empapada pero la tinta corrida le
impide leer. Parecen versos.
Lleva unos años viviendo sola en la casa de la que nunca se ha movido. Por un
momento siente un ligero temblor. Vuelve a su cabeza la sombra en el momento de
la duerme-vela. No acierta a entender lo que está pasando.
Acaso aquel
marinero que siempre la mira y apenas le habla sepa que ella hace tiempo que
navega a la deriva y ha entrado en su casa de agua. Acaso está flotando en la
mar soñando con su bañera.
-Agua-
Emi González Maestro aparte de tener una mirada inmensa y meticulosa ha resultado una nadadora excepcional, levanta piedras en sus ratos libres y a menudo hace de druida con los aplastados.¡Qué le vamos a hacer! ¡No todo va a ser perfecto!