La bañera
Quien tiene el alma limpia desconoce el rencor y el desaliento,
comprende que los designios de la vida son azarosos y que una persona sólo
puede ser responsable de su dignidad, empeñar su inteligencia o sus fuerzas sin
más pretensión que dejar el recuerdo de un buen nombre. Poco importan los
planes, las ensoñaciones, la ambición o los trabajos. Hay quien forjó su dicha
en el infortunio, y quien sufrió un trágico destino sin hacer nada para
merecerlo. Nadie es culpable de nada, nadie debe ser censurado por estar vivo,
ni alabado por un éxito o un fracaso que, las más de las veces, sólo dependen
de circunstancias ajenas y conjunciones extrañas. Todos tienen derecho al miedo
y al respeto.
En el verano del veintidós, muchos se maravillaron por la
ocurrencia de sucesos que todavía hoy resultan inexplicables. Un hombre mató a
sus vecinos porque el olor resultaba insoportable; los hospitales recibieron
enfermos de una fiebre que oscurecía la piel y crecía el vello del rostro como
el de un animal salvaje; bandadas de pájaros anidaron en los tejados y los
árboles, y en sus chillidos se adivinaban palabras y sortilegios; el agua de
los estanques se oscureció con insectos que se multiplican en las ciénagas y
los remansos podres; hubo madres que abandonaron a sus hijos por el temor de un
virus terrible al que no sabían dar nombre ni solución. Algunos interpretaron
estos y otros casos como presagios de una catástrofe inminente, pero nada
especial sucedió en los años posteriores que les diera la razón. Algunos se
burlaron, y aumentó el número de los que hicieron fortunas fabulosas.
Supimos de un hombre bueno que aquel año conoció desgracias
lamentables en su familia y sus allegados. Perdió a muchos por causas no
comunes, y los demás le abandonaron sin que pueda sospecharse de pactos
secretos o conjuras vergonzosas. Sabemos que anotó con cuidado el nombre de los
pocos que le importaban, y que los visitó uno por uno para renovar su amistad y
comprobar que estaban en paz; que recogió las habitaciones de su casa, ordenó
sus armarios y sus libros, y dispuso con mimo flores naturales en los pasillos
y las estanterías; que, al pie de la bañera colmada de agua, colocó con
obsesiva simetría una silla en la que colgó sus ropas bien dobladas, y que se
sumergió sin violencia en un baño tibio del que ya no salió con vida. Cuando lo
encontraron, días después, aún su rostro conservaba la placidez del sueño
tranquilo.
Nadie sabe cuál será su reacción en el momento último. También
se conoce a un hombre en las situaciones más terribles de la vida. Por eso,
entre los condenados y quienes mueren en el frente, se encuentran casos de una
inútil valentía o de una flaqueza lastimosa.
Todos tienen derecho al miedo y al respeto.
Me gusta, lo extraordinario para acabar en lo ordinario.
ResponderEliminarEl relato tiene un fondo profundo, invita a la relectura, y se arriesga a poner adjetivos que niegan las tradición cultural. Defiende la tesis del derecho al respeto y al miedo hasta envolverla en la gasa de las palabras, y ...parece un regalo limpio; engastado en un paño blanco, sin embargo contiene el riesgo de la asimilación de sus palabras y será entonces, mucho después de aquel año 22 cuando los que recuerden esa historia se den cuenta de que obviaron lo más importante; aquello que no se nombró.
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